A veces las calles tienen un olor que te transporta a otro lugar, como si la brisa viniera de tan lejos que solo con el recuerdo pudieras ubicar.
Me encontré un cielo pintado de tiza, la temperatura idónea para que no importase la estación y un jolgorio de pájaros a mi alrededor. Pasé por la calle de las naranjas suicidas, siempre me causó revuelo verlas abiertas contra el suelo, ojalá fuera tan fácil desprenderse de lo que te sujeta de una forma tan natural.
De pronto pensé, podría dejarlo todo para otro momento, conducir durante una hora, ir a contracorriente hacia el pueblo donde me crié. Hacer caso a la brisa por una vez, encajar lo que siente el estómago cuando le dejas hacer. Pero ya no hay sitio para mí, no el que hubo en el recuerdo, nada de lo que vea allí me arrullará hasta dormir.
No hay escapatoria, una vez transitas un lugar, nunca vuelve a ser el mismo.
Tampoco en la playa donde hundí los pies hasta querer desaparecer, correr hasta allí sería pedir cuentas al mar de lo que yo misma enterré. Y escribir es lo más parecido a escarbar.
Los tesoros más preciados están escondidos en los ojos de quién mira por primera vez, el resto pasa por acomodar los colores, ser capaz de reconocer qué queda tras la foto en blanco y negro.
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